NACIONALISMO BIEN ENTENDIDO, POR TERESA FORCADES

09.06.2015 14:32

Berlín, 3 de enero, 2014

Querido Demetrio,

Paz y Bien

Te escribo esta carta para defender el nacionalismo bien entendido. Y empiezo reconociendo que el nacionalismo mal entendido se ha dado en la historia, se da hoy en día, es frecuente y es siempre causa de violencia.

Hay quien sostiene que nacionalismo y violencia son indisociables, puesto que es intrínsecamente violento separar lo que Dios ha unido, a saber, la humanidad, en grupos nacionales mutuamente excluyentes y pretender que las personas se sientan más vinculadas a los miembros del grupo que les ha tocado en suerte que a los demás. Esta pretensión – sostienen algunos – es un absurdo evangélico. Si el nacionalismo bien entendido tuviera algo de intrínsecamente excluyente y divisorio, algo que disminuyera la fraternidad o la solidaridad sin barreras ni distinciones de ninguna clase, no sería yo quien lo defendiera. Si lo defiendo es porque entiendo que el nacionalismo bien entendido estimula el vínculo humano, lo concretiza y se convierte en oportunidad para crecer en la solidaridad, para salir del propio núcleo familiar o de amistades y atreverse a pensar en colectivo más allá de creencias o de intereses comunes. Por pensar en colectivo entiendo tener un proyecto colectivo y sentirse implicada en él, un proyecto que no hace distinción de personas sino que está abierto a todas las que habitan un determinado territorio, a todas las que deseen venir a habitarlo, e incluso a todas las que, desde la distancia física, deseen formar parte de él.

El teólogo y místico judío Abraham Joshua Heschel decía que el tiempo es más de Dios que el espacio, puesto que el tiempo nos hace contemporáneos y el espacio nos hace rivales. El instante presente me pertenece tanto a mí como a ti, ambos podemos utilizarlo como nos plazca, podemos darle incluso usos contrarios, sin que deje de pertenecernos a los dos por igual. El instante no está más cerca de ti que de mí, no es más tuyo que mío. El instante, el tiempo, nos revela nuestra igualdad, nos hermana. El espacio, en cambio, nos hace rivales puesto que no es posible que tú y yo ocupemos simultáneamente el mismo espacio. El abrazo no es una excepción, puesto que incluso en el abrazo existen posiciones diversas que no pueden ser ocupadas por los dos de forma simultánea. El espacio, dice Heschel, nos hace rivales. Es por eso, según Heschel, que los judíos adoran a Dios en el tiempo y no en el espacio. Por eso tienen el Shabat y no tienen catedrales.

Creo que la reflexión de Heschel es muy sugerente y, sin embargo, debe ser criticada desde el punto de vista de la Trinidad cristiana. En la Trinidad, la distinción, el hecho de que exista un ‘no’ en Dios, el hecho de que el Padre no sea el Hijo y éste no sea el Padre, y ninguno de los dos sea el Espíritu, el hecho de que cada una de las tres personas divinas ocupe un ‘espacio propio’ y tenga su identidad distintiva, no es óbice para que se establezca entre ellas la unidad más estrecha, la fuente, de hecho, de toda unidad y de toda identidad. Unidad en la diversidad, este es el secreto que el nacionalismo bien entendido nos revela. Unidad en la diversidad es unidad que no tiene nada que ver con la uniformidad.

Precisamente en contra del avance galopante de la globalización uniformizadora deben alzarse hoy más claras que nunca las particularidades locales, las lenguas, las tradiciones y costumbres que dan testimonio de una determinada experiencia histórica. Deben hacerlo para preservar la riqueza de la experiencia humana en toda su diversidad, antes de que acabemos todas hablando en chino. Deben hacerlo, eso sí y ahí veo yo su mayor reto, deben hacerlo sin ahogar su diversidad interna, demostrando su sensibilidad nacionalista precisamente en su respeto y su potenciación de las variedades dialectales o de lengua si las hubiere y articulando sus leyes y sus normativas a fin de promoverlas.

¿Es necesario el concepto de nación para promover la diversidad? No es que sea necesario y no tengo ningún interés en discutir sobre palabras, mientras tengamos claro de lo que hablamos. Podemos, en lugar de nación, hablar de pueblo. Tanto si utilizamos la palabra pueblo como la palabra nación, queda claro que la ordenación política de esa nación o pueblo puede ser diversa: tenemos naciones pluriestatales y tenemos estados plurinacionales. El pueblo catalán, por ejemplo, es pluriestatal, puesto que tiene a sus miembros actualmente repartidos por cuatro estados: Andorra, Italia, Francia y España. El estado boliviano, en cambio, es plurinacional y también lo son el estado español y el francés. La diferencia es que el estado boliviano lo reconoce en su constitución con orgullo, el español lo reconoce a regañadientes y el francés lo niega.

A mi entender, la palabra es lo de menos, pero la realidad de lo que la palabra nación bien entendida designa es fundamental reconocerlo y darle espacio en el mundo actual. Esta realidad es la existencia de colectivos que, con más o menos romanticismo o imprecisión histórica, comparten una o varias (normalmente son varias y contrapuestas) narrativas fundacionales y una lengua y reivindican un territorio para llevar a cabo un proyecto de convivencia abierto a todos los que deseen formar parte de él. La nación bien entendida es sobre todo un proyecto de futuro, un querer ser colectivo que es el único que de forma concreta permite enraizarse a las personas y evita que se identifiquen con la nación mal entendida, a saber: una noción de identidad colectiva basada en la exclusión que distingue a las personas de acuerdo con su lugar de nacimiento, con su lengua de origen o su acento, con el color de su piel, con su pedigrí familiar o genético, con su sangre , con su raza o con cualquier otra barrera considerada infranqueable. Contra esta nación mal entendida, defiendo el proyecto colectivo que valora y promociona unos hechos diferenciales con plena conciencia que estos hechos diferenciales (lengua, cultura, tradiciones) no son ni mejores ni peores que los de los otros pueblos. No son fijos ni serán eternos. Pero son, eso sí, distintos y en esto estriba su valor y por eso pueden ser catalizadores de conciencia democrática auténtica, porque ofrecen al individuo un referente colectivo que le permite experimentar su vínculo con la humanidad entera a través de un compromiso concreto y enraizado. A imagen de Dios, no somos solamente individuos, somos comunidad y encuentro fundamental que esa comunidad no sea solamente la religiosa sino que esté definida territorialmente y tenga que enfrentarse a la diversidad interna a la vez que defiende su hecho diferencial hacia fuera.

Teresa Forcades